15/6/06

Felicidad, alegría, emociones y neurociencias.

La nación, Clarín)
Para Juan Pablo Piñeiro (27 años), ser feliz es compartir los buenos momentos: “Me siento muy bien cuando los vivo con gente que quiero”, afirma. Analía Pazos (30) asegura: “La felicidad es la conjunción de muchas cosas. Es lo que siempre pido en un brindis: salud, dinero y amor”.

Iñaki Erreguerena (30) opina que “es la suma de pequeños momentos de grandes alegrías” y ver felices a los que quiere. Diego Marcos Ithurburu Isola (32) estima que “la felicidad es poder pasar más tiempo con la familia, gozar de buena salud y aprender a disfrutar de las pequeñas y cotidianas cosas de la vida, como la conversación, el descanso, la amistad, el trabajo”.

Delia Oneto (68) llegó a la conclusión de que “es un estado de la mente que va más allá de tener dinero, hijos, casa o marido”. Por su parte, Ricardo Ponce (55) contesta sin vueltas: “Lo que me hace feliz es el dinero y comprar cosas”.

Todos ellos ofrecen una respuesta sugestiva –aunque incompleta– a una pregunta que en los últimos tiempos desvela a psicólogos, psiquiatras y neurocientíficos: ¿qué es lo que nos hace ver la vida color de rosa? Y, en el caso de que lo descubramos, ¿es posible estimularlo a voluntad?

Para hallar las raíces de ese estado de ánimo que nos hace cantar, tratan de encontrar patrones en las respuestas de las personas comunes y corrientes, comparan a pares de mellizos, analizan registros de imágenes mentales, estudian a monjes budistas, y no desdeñan ningún indicio que pueda iluminar los mecanismos mentales que hacen brillar nuestra existencia.

Las conclusiones comienzan a redondear un cuerpo de conocimiento en cierto modo sorprendente. Por ejemplo, hoy se sabe por imágenes de resonancia magnética que el ánimo positivo y entusiasta se asocia con una mayor actividad de la corteza prefrontal izquierda. También se postula que venimos "programados" para ser felices; es decir, que tendríamos un nivel emocional predeterminado para nuestro humor diario, más allá de las circunstancias de la vida.

Según algunos autores, las cuatro condiciones determinantes para ser feliz son la autonomía, la competencia (sentir que se es efectivo en las actividades que se emprenden), los vínculos con otras personas y la autoestima. Luego vienen la determinación (tener metas propias) y ser físicamente atractivo, y sólo en último lugar aparece la popularidad y el dinero.

Sin embargo, otros disienten: diversos estudios muestran que quienes tienen discapacidades severas son menos felices que los que no las padecen, que los casados son -en general- más felices que los solteros, que ese aumento de felicidad se prolonga a lo largo de décadas, y que quienes se separan o enviudan experimentan un descenso de su bienestar. Por otro lado, lo que explicaría que a medida que los ingresos aumentan los niveles de felicidad se mantienen inalterables es que al mismo tiempo que se elevan nuestras posesiones también se multiplican nuestras aspiraciones materiales.

"En un individuo típico -escribe el investigador norteamericano Richard Easterlin- la función felicidad depende de la razón entre las aspiraciones y los logros en cada dominio de la vida."

Pero además, poco a poco, los neurocientíficos están empezando a atisbar la compleja maquinaria cerebral responsable de lo que podríamos llamar la "alegría".

"Antes se pensaba que había un sistema límbico, un anillo de estructuras que se encargaba de las emociones -explica Facundo Manes, director del Instituto de Neurología Cognitiva-. Hoy estamos revisando ese concepto y demostrando algo que postulaba Darwin ya en 1872: que la expresión de las emociones en humanos y en animales es homóloga. Existe un conjunto limitado de emociones básicas que se mantuvo a lo largo de la evolución en las diferentes especies: alegría, tristeza, sorpresa, miedo, asco, ira, disgusto. Y están asociadas con señales faciales que son comunes a diferentes culturas."

Ya en 1983 se postuló que cada emoción debe estar asociada con un circuito cerebral particular. Y así como se descubrió que, por ejemplo, la amígdala está relacionada con el miedo, la ínsula con el disgusto y el estriado ventral interviene en la agresión, se sabe que la corteza prefrontal está involucrada en la regulación de la emoción y la toma de decisiones guiadas emocionalmente.

El mapa de las emociones

"Entre otras cosas, sabemos que la corteza orbitofrontal, una región «nueva» del cerebro desde un punto de vista evolutivo, se encarga de la recompensa y el placer -afirma Manes-. También se demostró que la emoción está «lateralizada»: cuando hay una lesión en el área derecha, los pacientes tienen risa patológica o se muestran patológicamente desinhibidos; cuando la lesión es en la izquierda, hay más depresión o angustia. Eso indicaría que el lado izquierdo procesa más la alegría y el derecho la tristeza. Lo interesante es que en individuos normales, estudios realizados en resonadores magnéticos funcionales mostraron que las mujeres y los varones procesamos las emociones de forma diferente. Las mujeres muestran mayor representación cerebral cuando evocan pensamientos tristes que los varones, y esto explicaría el riesgo casi duplicado de depresión que padecen con respecto a los hombres."

Sin embargo, si bien se puede decir que esta área es "necesaria" para la alegría, no es la única. "El cerebro trabaja en red y como si fuera un piano -apunta Manes-; algunas notas son más fuertes que otras. Quiere decir que se activa todo el cerebro, pero hay un área predominante."

"Podríamos distinguir la percepción de objetos hermosos, la experiencia de la felicidad y la expresión de la felicidad -dice durante un diálogo telefónico con LA NACION el doctor Sergio Paradiso, de la Universidad de Iowa, en los Estados Unidos-. Y aunque estos tres aspectos se han conectado muy fuertemente entre sí seguramente se relacionan con distintos mecanismos que pueden ser disociados en el cerebro."

Por ejemplo, la percepción de caras hermosas, una función muy importante en la vida social, está conectada con la parte inferior y medial del lóbulo temporal. Con esa parte del cerebro distinguimos si una cara es familiar o no, si es fea o hermosa, y eso abre las puertas a un sentimiento de felicidad o no. Los estímulos de recompensa muchas veces activan un área cerebral en la parte más baja de los ganglios basales, llamada estriado ventral.

"Son zonas que se activan cuando se toman drogas como la cocaína -detalla Paradiso-, y seguramente los adictos están buscando un rápido sentimiento de felicidad, de recompensa. También se piensa que situaciones de la vida normal en que uno se siente bien están conectadas con la actividad de esta área del cerebro, como el orgasmo."

Por Nora Bär

Busca del bienestar: la felicidad se localiza en un área del cerebro.

Las claves son cultivar los afectos y evitar problemas.
Los científicos debaten si es bueno estimular a personas sanas.

Gracias a los estudios que pueden obtener imágenes del cerebro en funcionamiento, los investigadores hoy pueden echar luz sobre cuáles son los caminos neuronales de las emociones y formular hipótesis que complementan y profundizan los conocimientos obtenidos a partir de la introspección sobre cuáles son las raíces de la felicidad.

“Con estudios de tomografía por emisión de positrones hemos demostrado cómo la parte cortical del lóbulo frontal está involucrada en la percepción de objetos que son agradables, mientras que zonas del cerebro subcortical, como la amígdala, están conectadas con la percepción de objetos que son feos, malos. Esa observación me hizo pensar que es más importante filogenéticamente, para la supervivencia, reconocer los peligros y las cosas feas, y por eso éstas están conectadas con el cerebro más antiguo”, comenta el doctor Sergio Paradiso, de la Universidad de Iowa, Estados Unidos.

“Cuando nos hicimos humanos, con el desarrollo de la corteza frontal, tuvimos más posibilidades de ponernos en contacto con aspectos más hedónicos de la vida y del ambiente. De modo que para disfrutar situaciones como comer o copular, tenemos el lóbulo frontal, y el cerebro subcortical, más antiguo, se conecta más con la satisfacción primaria.”

Según Paradiso, el ser humano parece ser el único capaz de sentir felicidad. “Seguramente hay emociones positivas en los monos o en los perros, pero esas condiciones se distinguen de la felicidad porque se relacionan con un bienestar sensorial, corpóreo –reflexiona–. Es muy posible que la felicidad humana haya evolucionado en cierto modo de los sentimientos más básicos de los animales. Pero creo que los humanos somos los que tenemos emociones más desarrolladas. A mi modo de ver, la felicidad es un sentimiento hedónico de apreciación estética, que está conectado íntimamente con la especie humana.”

En cambio, para Mariano Sigman, profesor de la carrera de Física de la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales de la UBA, “se sabe muy poco sobre las emociones de los animales, pero los animales se ríen o parecen reírse, y frente a situaciones parecidas a las que nos hacen reír a nosotros. Lo que sí es cierto es que la emoción positiva, la alegría o la risa son cognitivamente más complejas que emociones negativas como la tristeza o el enojo. De hecho, un bebe llora antes de reír”.

Según Sigman, todas estas emociones están relacionadas con el aprendizaje, nos sirven para corroborar qué camino seguir: si algo nos duele, cambiamos de ruta. La tristeza y las emociones negativas serían más primitivas, porque nos ayudan a sobrevivir. “La alegría es una especie de horizonte –afirma–, el lugar hacia donde ir.”

Estados intermedios

Sin embargo, agrega el investigador, cuando uno quiere categorizar las emociones, se encuentra con que hay estados que no están bien definidos. “Por ejemplo, hay momentos en que estamos un poco alegres y un poco tristes, o en que la risa se transforma en llanto –explica–. A pesar de que se identificaron áreas específicas relacionadas con cada emoción, parece haber otras que son comunes a todas.”

Y finaliza: “Para mí, la risa, tal como el humor o la metáfora, es un juego, algo así como la evocación de un sentimiento”.

Una frase hecha asegura que de evitar problemas se compone la felicidad. Paradiso coincide: “Seguramente, la alegría depende de nuestra capacidad para conectarnos con nuestros hijos, con nuestros padres, con los amigos, de modo que nuestra posibilidad de ser felices está relacionada con nuestra capacidad social, de tener placer y de resolver conflictos. Cuanto más uno sepa solucionar problemas, tanto más feliz será”.

¿Seremos más felices en el futuro, cuando se desentrañen los vericuetos neuronales que lo hacen posible? ¿Podrá estimularse una felicidad mayor en individuos sanos? Y si así fuera, teniendo en cuenta la enorme producción filosófica y estética surgida de seres angustiados, ¿seremos mejores?

“Hay estudios que muestran en mujeres que, cuando sienten alegría, disminuye la actividad en el área frontal del cerebro, que interviene en la toma de decisiones –cuenta el doctor Facundo Manes, director del Instituto de Neurología Cognitiva–. Se podría decir que cuando uno está alegre se pone un poco «tonto». La alegría frena la planificación.”

Pero Fernando Savater, en su prólogo a una obra de Bertrand Russell, se muestra escéptico: “No sé si en el siglo XX la gente ha sido más o menos feliz que en otras épocas. No hay estadísticas fiables de la dicha (por ejemplo, ¿nos hace más felices la televisión o el fax?)”, escribe. Y más adelante agrega, mordaz: “En cuanto a conquistar la felicidad, la felicidad propiamente dicha... sobre eso no me haría yo demasiadas ilusiones”.



Psicología

El lado bueno de las emociones negativas
Enojo, miedo, culpa, celos, envidia… Sentimientos que experimentamos con frecuencia y que, según el doctor Norberto Levy, pueden enseñarnos a vivir mejor

"Yo, al miedo, cuando aparece, le digo: terminala, que tengo que salir a bailar, así que… ¡¡¡finíshela!!!" (Alejandro, 42 años.)

"¿Qué le diría a ese sentimiento de culpa que me persigue a cada paso si lo tuviera ahí? ¡Que lo odiooooo!" (Inés, 47 años.)

"Nada estrangularía con más placer que a mis enojos. Los detesto." (Martín, 38 años.)

Quién lo duda: hay emociones "malas" o "negativas". El enojo, el miedo, la culpa, los celos, la envidia… Todos las conocemos; son tan molestas como frecuentes. Entonces, cuando las vemos venir (y generalmente vienen seguido), las etiquetamos y empaquetamos como si fueran completamente inútiles y las condenamos a desaparecer o, al menos, a ser disimuladas.Pero ellas se empeñan en regresar.

"Solemos creer que estas emociones conflictivas son el problema en sí. Pero del mismo modo en que las luces del tablero de un auto se encienden e indican, por ejemplo, que queda poco combustible, cada emoción es una refinadísima señal que en sí misma no significa nada, pero que indica un problema por resolver. Y ésa es la sabiduría que nos proponen", dice el doctor Norberto Levy, médico y psicoterapeuta argentino, heredero de la tradición gestáltica que inició el alemán Fritz Pearls en los años sesenta.

"Si hablamos de emociones buenas y emociones malas, les damos una valoración moral que nos impide comprender su razón de ser. Y ésta es una lección inadecuada que aprendemos desde niños –agrega Levy–. El problema es que cuando pienso que una emoción es mala tiendo a eliminarla, así que me pierdo la posibilidad de aprender lo que tiene para enseñarme, y entonces en lugar de aprovecharla sólo la padezco."

La propuesta de Levy consiste en la autoasistencia psicológica, algo así como la posibilidad de que seamos nuestros propios terapeutas, un método basado en aprender a preguntarnos sobre los aspectos personales que no nos gustan y, en esa intimidad de diálogo, ser honestos con nosotros mismos y con esas partes problemáticas que generalmente rechazamos.

Pero hay varias claves para que este diálogo interior rinda frutos: aceptar que es normal que todos sintamos estas emociones aparentemente malas y que cuanta más violencia pretendamos ejercer sobre nuestros aspectos negativos, peor reaccionarán, sintiéndose una parte dividida y rechazada de nosotros mismos en lugar de aspectos propios que también claman por nuestra atención y consideración, tanto (o más) que nuestras virtudes.Vestido completamente de blanco, sin zapatos (pero con medias, también, del mismo blanco inmaculado), el doctor Levy responde en forma concentrada, cerrando los ojos y tomándose su tiempo, a cada una de las preguntas.

–Emociones y sentimientos, ¿son lo mismo?

–Si utilizamos la metáfora de la paleta del pintor, los colores primarios representan las emociones y los tonos pastel, los sentimientos. Pero la realidad es que los límites son imprecisos, y de hecho ambos reflejan modificaciones en el estado anímico, producidas por un estímulo determinado. Además, cuando nos concentramos en ver qué función cumplen advertimos que en ambos casos es similar. Existen emociones que nos informan acerca de lo que tenemos (por ejemplo, la alegría, la gratitud, la confianza, la solidaridad) y otras que nos informan sobre algo que nos falta: la tristeza, el miedo, la culpa… Estas últimas son llamadas negativas, como si llamáramos negativo al dolor físico, que en realidad tiene la importante función de llamarnos la atención sobre un problema. La señal puede ser dolorosa, pero moviliza la acción para reparar algo que no hemos tenido en cuenta.

El miedo
–¿Qué nos indica el miedo?

–Que hay una desproporción entre la amenaza que enfrento y los recursos que tengo para encararla. La amenaza puede ser física o emocional: miedo de ser golpeados, de no contar con los medios para sostenernos, de ser humillados… No existe el miedo injustificado: puede ocurrir que sea un miedo cuyas razones desconozcamos, pero no por eso no tener justificación. Y siempre, cuando la persona percibe que la amenaza supera sus recursos, aparecerá el miedo, porque el reconocer que uno cuenta con los recursos también forma parte de los mecanismos necesarios para no sentir miedo. Pero hay más: el miedo en sí mismo no es un problema: siempre que sentimos miedo, a continuación también experimentamos otra emoción o reacción emocional en cadena, y según sea esta reacción será el destino del miedo original. Si nos da miedo sentir miedo, lo suprimimos porque nos parece que nos va a sobrepasar; si nos da rabia, nos enojamos con la parte miedosa y la retamos. Si nos avergüenza, la escondemos. Como cada una de estas reacciones produce una actitud específica hacia el miedo original, a la parte miedosa se le agrava su condición y entonces tiene dos amenazas: la externa (el examen, la enfermedad, el rechazo, etc.) y la interna, que es la propia reacción interior que nos produce el tener miedo. Esto puede agravar o atenuar el miedo original.

–¿Y entonces?

–Entonces surge la equivocada idea de oponer el miedo a la valentía, o creer que tener miedo es ser cobardes o que el miedo es mal consejero… Pero este miedo no escuchado pone en marcha un círculo vicioso que pronostica situaciones más catastróficas cada vez: el miedo busca ser oído, y eso mismo es lo que hace que se lo escuche menos y que pierda credibilidad por sus propias exageraciones. Seguramente usted escuchó hablar del ataque de pánico.

–Claro, por supuesto…

–Bueno, todo miedo comienza siendo pequeño. Pero este cuadro intenso y dramático es el resultado del círculo vicioso que antes mencionamos, que amplifica y agrava el miedo hasta vivirlo como una catástrofe. El pánico, en realidad, es miedo mal asistido.

–¿Cuál es su propuesta?

–Una paciente me consultó por miedo a la soledad. Mi propuesta es que una parte de uno mismo le hable a la otra y que después esa otra le conteste, tal como ocurre entre dos personas. Parece extraño, pero de hecho todos conversamos así con nuestros distintos aspectos, y si logramos realizar este ejercicio con claridad podremos transformar antagonismo en cooperación. Partiendo de este método, le propuse a esta persona: "Si imaginaras que esa parte miedosa tuya está enfrente, ¿qué le dirías?" Y, ella, mirando hacia ese espacio, le gritó: "Que estoy harta de tu miedo, que me dan ganas de darte bofetadas para que te despiertes..." Entonces la invité a que se pusiera en el lugar de la parte miedosa y que viera cómo se sentía al escuchar eso. Y ahí respondió: "Ahora me siento peor, más sola que antes…". Esta es una reacción interior típica que agrava el miedo: creemos que enojándonos con esa parte miedosa la vamos a transformar. Siempre somos evaluadores de nuestras propias emociones, y según sea el modo de evaluar podremos ayudarnos a nosotros mismos o no. El aspecto miedoso se calma cuando es escuchado con respeto, porque en realidad no quiere vivir con miedo. Escuchar a la parte miedosa no significa consentirla o pretender que esa escucha la haga callar. Eso es sólo anestesia, y dura poco. La clave es poder preguntarle a nuestra parte miedosa qué necesita y cómo precisa ser tratada para ser ayudada, no destruida. Para transformar el miedo hay que tratarlo bien.

El enojo
–El enojo es otra emoción muy cuestionada…

–Así es. El enojo es esencialmente una reacción a la frustración. Y, en términos generales, podemos decir que lo fundamental es que sepamos si nuestros enojos tienden a destruir o a resolver. El problema es que en el 80% de los casos (o más) los enojos no resuelven nada y, en realidad, son agravadores o destructivos. Esto ocurre cuando quedan adheridos al deseo de hacer sufrir y de castigar al otro por lo que hizo. Muchos creen que expresar enojo es descalificar, reprochar, cuando eso en realidad nos distancia del motivo que provocó el enojo y pone en marcha un mecanismo que podría llamarse "de bomba atómica": yo agredo y ofendo a quien me hizo enojar, quien a su vez me agrede y me ofende, y continuamos así en la fabricación de actos de una violencia desproporcionada, que a menudo olvidamos cómo comenzaron.

–¿Y qué se puede hacer en lugar de eso?

–Un elemento central es la capacidad de autofirmación, es decir, de expresar con claridad la propia necesidad o punto de vista. Mi amigo prometió traerme un libro que no me trajo. Que yo me enoje no es el problema, sino cómo me enojo… Puedo decirle que es un egoísta, una mala persona, un desconsiderado o expresarle mi enojo sin agraviarlo, diciéndole que necesito ese libro y que él prometió traerlo y no lo hizo, y que espero que vea cómo solucionar el problema. Enojarse, contra lo que a menudo creemos, no es sinónimo de pelearse. Y para quienes a menudo el enojo significa pelea hay una pregunta que es conveniente hacerse al iniciar toda discusión: ¿qué debería ocurrir aquí para que mi enojo termine lo antes posible?

–¿Y qué ocurre cuando no podemos resolver el enojo?

–No lo podemos expresar. Si lo retenemos, lo enfriamos, pero al mismo tiempo lo volvemos crónico, y así se convierte en resentimiento, que es como una foto fija del dolor y de la bronca que nos produjo un hecho vivido en determinado momento, pero que se desconecta de lo que pasó después y queda inmutable en el tiempo. Quien siente resentimiento suele ser hipersensible y caer fácilmente en el autorreproche, otra de las trampas que abren las puertas a la baja autoestima y al desprecio de la persona por sí misma, como si hubiera en ella una "naturaleza destructiva", cuando en realidad es un ser herido y no un "depravado" esencial.

–¿Y existe alguna clave, alguna llave maestra para evitarlo?

–Bueno, es importante ser capaces de comunicar el dolor o el enojo sin reprochar. Esto permite que no anide el resentimiento.

–¿Puede no estar resentido, por ejemplo, un padre a quien le matan a un hijo?

–Sí. Y esto lo vemos a menudo. De alguna manera, estas personas logran trascender la reacción primaria de venganza directa, el ojo por ojo, y pasan a un nivel superior: pueden darle canales eficaces y civilizados de expresión a su enojo para realizar acciones útiles que permitan que esa tragedia que les ocurrió a ellos no vuelva a pasar. Y eso es muy bueno. Encauza el enojo, que así se reduce. Y pensemos que se trata de personas a quienes les mataron un hijo, una de las cosas más duras que nos pueden pasar.

–Hoy en día algunos gurús recomiendan "enojarse menos" o, en lo posible, no enojarse y tratar de conectarse más con la compasión. ¿Es una visión ingenua?

–Es una propuesta bienintencionada, pero que no resuelve el problema. Lo esquiva. Y volvemos a lo anterior: la gran mayoría de nosotros no sabe qué hacer con el enojo y, cuando lo expresamos, complicamos más las cosas. Tenemos que aprender a enojarnos; ésa es la clave: utilizar la energía del enojo para resolver el problema que nos enoja, no para agravarlo.

La culpa

–Cuando me siento culpable, ¿de dónde viene ese sentimiento?

–Es una buena pregunta. En realidad, hay una voz interior culpadora que es la que hace que uno se sienta culpable. El problema es que culpable y culpador son las dos caras de una misma moneda, porque conviven en la misma persona. Para comprender y resolver el sentimiento de culpa tenemos que reconocer a quién representa esa parte culpadora que está dentro de nosotros. Todos, en forma consciente o no, respondemos a un código moral, que es individual, pero también social, y que funciona interiormente como "culpador" y se activa cada vez que no cumplimos o creemos no cumplir con él.

–Entonces, si la culpa viene a recordarnos una norma con la que incumplimos, es una emoción justa…

–Bueno, en realidad, la función del culpador no es la injuria y el castigo, sino el aviso al culpado de que ha transgredido la norma y el intento de restablecer el respeto a ese código. El problema es que el culpador debe aprender a enseñar, no a castigar o a torturar.

–¿Por ejemplo?

–Veamos: una mujer querría separarse de su marido, pero se siente culpable porque una voz interior la tortura diciéndole que él no merece ser dejado, porque cuando ella lo necesitó el esposo estuvo a su lado. La tarea que la persona cuyas partes "culpables" y "culpadoras" tironean interiormente necesita realizar es trabajar sobre la norma que nos indica que no está bien abandonar a alguien que nos necesita. Pero separarse de alguien no es necesariamente abandonarlo, sino, en este caso, dejar de convivir.

–¿Y cuando a menudo sentimos que los otros nos hacen sentir culpables?

–Cuando decimos "Fulano hace que me sienta culpable", en el fondo lo que estamos diciendo es que Fulano me acusa de lo mismo que mi propio culpador interior. Es mi propio autorreproche manifestándose también de esta forma. No todos sentimos la culpa de la misma manera: algunos experimentan síntomas físicos; otros, una especie de dolor y desasosiego. El punto en común es que nos reprochamos no haber cumplido una norma de nuestro propio código interno que, cuanto menos flexible sea, más severamente nos increpará. Podemos convertir esa voz culpadora en una voz aliada, que repare sin torturar.

La envidia

–Hay gente que dice que no conoce la envidia… ¿Todos somos envidiosos?

–Todos, en determinada situación, podemos sentir envidia, aunque no siempre nos es fácil reconocerlo. Descubrir que uno siente envidia no debería convertirse en sinónimo de marginación existencial (risas)… Lo que quiero decir es que es normal albergar deseos insatisfechos y sentir el inevitable dolor que produce la comparación con alguien que realizó ese deseo que yo hubiera querido y no pude.

–Mi vecino se compró un auto nuevo, o el departamento que más me gusta, o tuvo un hijo… Todas cosas que yo quisiera y no tengo. ¿Qué hago con este sentimiento?

–Primero de todo, saber que no soy una mala persona por sentir lo que siento. Segundo, saber que es inevitable y universal, y que todos los seres humanos en mi lugar sentirían envidia. Tercero: preguntarme qué puedo hacer yo para responder a mi cuota de deseos insatisfechos y ver, dentro de mis posibilidades, cómo alcanzarlos.

–Entonces, ¿qué nos puede enseñar la envidia?

–El sentido más profundo de esta emoción es el de ser una señal que nos pone en contacto con un deseo no satisfecho. Y una de las peores cosas que se ha hecho con la envidia es convertirla en algo que uno no debería sentir.

Los celos

–¿Qué son los celos?

–Una emoción universal, que implica el temor y el dolor de perder el amor de alguien querido por la presencia de un tercero. No sólo existen en las relaciones de pareja, sino en todo tipo de relación. Todos hemos sentido celos alguna vez, y por eso es necesario diferenciar los celos normales de los patológicos. Esto se logra distinguiendo el estímulo que los denota de la manera en que se reacciona. Cuanto menor es el estímulo y mayor la reacción, más cerca estamos de los celos patológicos.

–A menudo se dice que el celoso es un inseguro…

–Bueno, uno siente celos en relación con aquellas áreas en las que se siente más inseguro, y eso puede ser la intimidad afectiva, el área intelectual, la sensibilidad, la creatividad… Entonces imagino que un tercero le brindará a mi pareja lo que yo supuestamente no, y mi rival ni siquiera es alguien real, sino lo que yo quisiera ser y no soy.

–Pero en una relación de pareja, ¿tiene que haber celos?

–Es cierto que a menudo se dice "si me cela es porque le importo", cuando probablemente, con esa actitud, el que intenta despertar celos disimula así su propia condición de celoso. En realidad, el amor no necesita de los celos. La pareja necesita de la autonomía psicológica de cada uno de sus miembros; esto es, que cada uno tenga una cuota satisfactoria de vida propia y que ambos crezcan en el vínculo. La raíz más importante del problema de los celos es el sentimiento de autodesvalorización, que, junto con la dependencia emocional, son las causas profundas de los celos excesivos.

–¿Y esto se puede modificar?

–Sí, trabajando la raíz que genera estas emociones, y que es el autorrechazo destructivo, lo que ocurre cuando en lugar de intentar transformar lo que nos molesta de nosotros mismos lo esquivamos, lo negamos o detestamos como si de esa forma dejara de existir.

–¿Y ser posesivo es lo mismo que ser celoso?

–La posesión es una distorsión. El posesivo teme perder al ser querido e intenta retenerlo convirtiéndolo en un objeto poseíble. La raíz de esta actitud, como la de los celos, es la inseguridad. El posesivo no la pasa bien, padece mucho. Quizá no en forma consciente, pero sabe que lo que busca es imposible, y entonces cosecha resentimiento de parte del otro, que se siente enjaulado. También es imposible lo que busca el celoso, que es ser todo para el otro, su única fuente de satisfacción y bienestar, cubrir todas sus áreas. Eso siempre terminará en fracaso: la fortaleza de un vínculo no reside tanto en la complementariedad total sino, más bien, en disfrutar lo que se comparte y respetar las diferencias.

Por Gabriela Navarra

De jefes y empleados

¿Quién no se ha enojado alguna vez con un superior (jefe o alguien con mayor jerarquía), sin tener la posibilidad de manifestar abiertamente esa emoción?"Esas situaciones son parte del aprendizaje al que nos enfrentan las frustraciones en la vida –dice Norberto Levy–, los dolores por los que tenemos que pasar cuando estamos involucrados en relaciones de poder… Lo máximo que uno puede hacer en estas situaciones es tratar de expresar cómo se siente e intentar hacer una propuesta para un cambio. Pero, atención: todo esto sabiendo que uno puede ser escuchado o no, porque la decisión de prestar oídos no depende de uno… Lo importante, en estos casos, es saber que uno hizo bien su parte, aprender a ser perceptivos y saber qué se puede esperar concretamente. Eso hará que adecuemos nuestra actitud a lo que las circunstancias puedan proporcionarnos."

¿Emociones o pecados?
–Algunas de estas emociones llamadas negativas son consideradas hasta pecados. ¿Realmente son algo tan malo?

–La palabra pecado tiene muchos sentidos, pero uno de ellos, el más inadecuado, es el que alude a la presencia de algo malo esencial en mí como si hubiera transgredido la voluntad de Dios, algo así como una especie de esencia inmutable destructiva. Esto hace que la persona se sienta mala, y la idea de que la vida es una eterna lucha entre el bien y el mal es una de las que más daño hacen. Si no, fijémonos en qué situación se pone al mundo entero cuando Ben Laden dice de Bush que es el eje del mal y Bush lo dice de Ben Laden… Nosotros somos aprendices, y estas emociones no son pecados de maldad: son ignorancia. Nuestra tarea más difícil como seres humanos es aprender a resolver con amor los problemas que surgen de tener una conciencia individual.

–¿Cómo es eso?

–Claro, las hormigas trabajan juntas en forma totalmente cooperativa; nadie pelea con nadie por la parte de la tarea que le toca: la que tiene que ir a la guerra, va. Pero cuando nace la conciencia individual aparecemos cada uno de nosotros, que sentimos que somos el ombligo del mundo. Yo no quiero ir a la guerra, ni quiere Juan ni quiere María… Por eso, todos los de­sencuentros y batallas que suceden, y todos tenemos que pasar por esas situaciones, nos lleven el tiempo que nos lleven, hasta darnos cuenta de que no somos ese ombligo del mundo, sino simplemente una pequeña parte de él.

Perfil
Norberto Levy

Es médico y psicoterapeuta, autor de:
El asistente interior (Ed. Del Nuevo Extremo)
La sabiduría de las emociones (Ed. Sudamericana)
Aprendices del amor (Ed. Grijalbo)
Más datos: autoasistencia@fibertel.com.ar


LA NACION 07.05.2006 Página 00 Revista


Cuando el cerebro desconecta el yo

Nuevos estudios demuestran que si el cerebro se concentra en una tarea, la percepción de sí mismo desaparece. Además, por medio de la región cerebral especializada en la lectura percibimos palabras enteras, y no letras.

Auto-percepción y velocidad no van de la mano

Todos conocemos la sensación de perder el contacto con lo que nos rodea. Puede suceder por varias razones, y una de ellas es la concentración. Cuando nos abocamos a resolver una tarea, el cerebro desconecta la percepción del yo, a tal punto que perdemos la noción de nosotros mismos.

El neurólogo Ilan Goldberg, del Instituto Weizmann en Israel, sometió a voluntarios a experimentos en los que debían observar diversas fotografías. Al reconocer en ellas una figura conocida, como la de un animal, debían apretar un botón. Se trataba de una simple tarea cognitiva. Al aumentar la velocidad de la secuencia, la concentración también aumentaba.

Luego, en otra prueba de menor velocidad, se les pedía que relacionaran las fotografías con un sentimiento. La intención
de Goldberg era provocar en los voluntarios la introspección u observación de sí mismo. Como se esperaba, los lóbulos frontales presentaban mayor actividad que otras regiones del cerebro. Al pasar a una secuencia más rápida, el mecanismo de percepción del yo permanecía totalmente inactivo.

Según Goldberg, “las regiones del cerebro responsables de la introspección están separadas de las zonas responsables de la percepción sensorial”. El investigador explica además que, cuando el cerebro necesita todos sus recursos para llevar a cabo tareas complejas, la zona de la auto-percepción se bloquea. Es decir que dejamos de percibirnos a nosotros mismos.

Goldberg cree que esto responde a un mecanismo de defensa. “Cuando nos vemos en peligro, como al aparecer una serpiente, no tiene sentido reflexionar acerca de qué sentimos”, explica. El equipo de Rehovot presentó este informe sobre su trabajo en la revista “Neuron”.

Palabras, no letras

El ser humano conoce la palabra escrita desde hace algunos milenios, poco tiempo comparado con los cientos de miles de su existencia. Toda una novedad en nuestra historia evolutiva. Y hace ya siglo y medio que la ciencia trata de averiguar si existe una región cerebral especializada en reconocer palabras formadas.

En París, en el Hopital de la Salpetrière, trabaja Laurent Cohen para comprobar la hipótesis que formulara Jules Déjerine hace más de cien años. En una operación realizada en un paciente epiléptico, los cirujanos del equipo de Cohen planearon extirpar tejido del área llamada de “formación visual de la palabra”, Word Form Area (WFA), ubicada en la parte postero-superior del hemisferio cerebral izquierdo.

Anteriormente, Cohen y sus colegas habían colocado seis electrodos en dicha zona. Cuando el paciente leía palabras de tres a nueve sílabas, la actividad cerebral era registrada por un tomógrafo de resonancia magnética. Los científicos tomaron el tiempo que necesitaba para leer, y comprobaron que el lapso era independiente de la longitud de las palabras. El tomógrafo mostraba plena actividad en el área de formación visual de las palabras, y también los electrodos, lo que confirmaba la tesis: el cerebro percibe las palabras como un todo.

Un lugar especial para la lectura

Luego de la operación, los neurólogos repitieron el experimento. Para su sorpresa, la velocidad de lectura era menor, y dependía del largo de las palabras. Además, la tomografía no mostraba actividad en la WFA. Lo que sucedió es que el área fue dañada por la operación, según reportan los investigadores en “Neuron”.

“Esto significa que el proceso de la lectura comienza a medio camino entre la visión y la elaboración del lenguaje”, aclara Lionel Naccache, del equipo de La Salpetrière a Der Spiegel. Con esto se demostraría el papel que cumple esa región cerebral en la capacidad de leer.

También científicos estadounidenses ven en estos resultados la prueba de que Déjerine tenía razón: el cerebro posee una región especializada en reconocer palabras enteras. Lo sorprendente es, según ellos, que exista un área que se ocupe de la lectura, una habilidad reciente, evolutivamente hablando.

Fuente: Deutsche Welle

Clarín.com



Saludos Cordiales
Dr. José Manuel Ferrer Guerra

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